Los misterios de Carpentier. Apuntes biográficos 40

Por Graziella Pogolotti

 

La muestra de las obras presentadas a un concurso para jóvenes pintores, auspiciada por la perfumería Guerlain en 1959, no parecía preludiar la próxima desaparición del Lyceum y Lawn Tennis Club, institución femenina que había desempeñado un papel decisivo en la cultura durante la república neocolonial.

 

A pesar de su edad –eran menores de treinta años– la mayor parte de los concurrentes gozaban ya de renombre en el panorama de la plástica nacional. Se encontraban entre ellos los integrantes del grupo de los 11. Los miembros del jurado no repararon en la presencia de dos telas de pequeño tamaño. Entonces desconocidos, los firmantes de las obras se llamaban Antonia Eiriz y Ángel Acosta. Desarrollarían una creación renovadora a partir de los sesenta.

 

La desaparición del Lyceum se produjo lentamente, de manera natural. En tiempos de cambio, su papel decisivo en el amparo del arte de vanguardia, en la organización de ciclos de conferencia a cargo de significativas figuras del ámbito nacional, su ejemplar acogida a los exiliados de la España sojuzgada por Franco y a los latinoamericanos que procuraban refugio ante las dictaduras que asolaron nuestros países, su excelente y aggiornata biblioteca circulante y su labor precursora en el campo de la asistencia social fue asumida por la proliferación de instituciones más poderosas, respaldadas por el presupuesto gubernamental.

 

Algunas de las más dedicadas integrantes de su equipo dirigente rotativo se comprometieron con el desempeño de altas responsabilidades. Además de proseguir en su docencia de letras clásicas, Vicentina Antuña fue nombrada directora de cultura del Ministerio de Educación y, al producirse la Reforma Universitaria, fue designada directora de la recién creada Escuela de Letras y Arte, tarea a la que consagraba el horario nocturno. Antes de abandonar el país, Elena Mederos fue ministra de Bienestar Social. Por otra parte, la sociedad cultural Nuestro Tiempo, que agrupaba a la juventud intelectual progresista, tomó la decisión de disolverse, ante la perspectiva de realizar labores de mayor alcance desde las instituciones que se iban fundando con rapidez vertiginosa. Sostenidas en gran parte por los bienes de una minoría ilustrada de la burguesía local, se disolvieron Pro-Arte Musical y el Patronato del Teatro. El movimiento escénico, en la danza y en el teatro, se multiplicaba en grupos definidos por afinidades estéticas.

 

En esta atmósfera de cambio, la vida cultural adquirió una riqueza y densidad que sobrepasaron en mucho cualquier antecedente. Se abrieron las puertas de la Casa de las Américas; se produjo la fundación del ICAIC; el teatro de la Biblioteca Nacional no conocía hora de descanso. En el Teatro Nacional se iniciaron las primeras empresas renovadoras de la danza y la reivindicación del folklore. Lunes de Revolución se beneficiaba de las inmensas tiradas del órgano del Movimiento 26 de julio. A pesar de tanto despliegue de actividad, se mantuvo la vieja tradición de las tertulias. Rasgo de esta etapa de transición: en la calle 27, casi llegando a L, se abrió la librería nombrada La Tertulia; traía novedades, ofrecía un espacio para el diálogo y para la publicación de pequeñas ediciones salidas de la refinada mano de diseñador de Fayad Jamís.

 

Carpentier rindió culto a la amistad. De su época juvenil eran pocos los que permanecían en Cuba. Pero estaban José Manuel Acosta, el talentoso fotógrafo que le enseñó a descifrar los códigos de la vanguardia, junto a su esposa, Esperanza Sánchez. El hijo de ambos, Leonardo, se le acercaría por sus propios méritos de músico y escritor. Su libro Alejo Carpentier en tierra firme, es uno de los más serios y originales estudios sobre el autor de Los pasos perdidos. También de remoto origen databa la amistad de Sara Pascual, inseparable compañera de luchas de Julio Antonio Mella, de los Carpentier y los Hierro, nacida en los lejanos días de Loma de Tierra. Reafirmó sus vínculos con José Lezama Lima, de quien fue padrino de boda y con los Vitier, Cintio y Fina. Se reconcilió de manera definitiva con José Ardévol. Tendió puentes hacia los más jóvenes entre quienes se le hizo entrañable Roberto Fernández Retamar.

 

En el apartamento de El Vedado del autor de Caliban se mantuvo por años una heterogénea tertulia dominical. La componían el escritor Lisandro Otero, el fundador del ICAIC Saúl Yelín, el diseñador Iván Espín, las bibliotecarias Maruja Iglesias, María Lastayo y Elena Giráldez, la diseñadora escénica María Elena Molinet, el psiquiatra Enrique Collado y la traductora italiana Giannina Bersarelli. Estos últimos iniciarían más tarde la suya propia, sabatina, aún más heterogénea, a la que podía concurrir también el poeta y dramaturgo Virgilio Piñera, además del director de teatro Adolfo de Luis. Sin que mediara consumo etílico, en noches felices, Saúl Yelín interpretaba su versión de La Internacional con ritmo de guaguancó y Virgilio la emprendía con lo más cursi del repertorio nacional.

 

Siempre animada, la conversación abordaba el conocido anecdotario de Alejo y los más variados asuntos de la contemporaneidad en lo político y en lo cultural. En estas tertulias de amigos, menos frecuentes en casa de los Carpentier, donde podían aparecer el pintor cubano Servando Cabrera Moreno, el español Antonio Saura y el músico Hilario González, nunca se cultivó la maledicencia. Una vez al año, el que estaba a punto de comenzar, se recibía en el open house de María Elena, por donde desfilaba, botella en mano, toda La Habana cultural, cineastas, teatristas, arquitectos, artistas plásticos y amigos de otros países con residencia más o menos duradera en Cuba, como el fotógrafo italiano Gasparini, futuro colaborador de Carpentier en La ciudad de las columnas.

 

Alejo se hundía en su butacón. Hiperquinético, Retamar no paraba de mecerse. Pero, involucrado en sus múltiples tareas, participante activo en la animación cultural de la nación, Carpentier se había sometido para siempre, rehuyendo las tentaciones del diablo, a la disciplina exigida por su oficio de escritor. Con la última campanada de la medianoche, se retiraba porque, en la madrugada, lo estaba esperando la cuartilla en blanco.

 

(Continuará)

 

 

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