Los misterios de Carpentier. Apuntes biográficos 33

Por Graziella Pogolotti

 

Existe un abismo entre vocación de servicio y servidumbre. Carpentier se había liberado de esta última al aliviar su pesada carga de productor de anuncios publicitarios. No escatimó tiempo, sin embargo, en emprender tareas de proyección social. Sabido es que, a poco de llegar a Venezuela asumió “Letra y Solfa”, su columna en El Nacional, atendió talleres, ofreció cursos de historia de la cultura, acompañó el desarrollo de jóvenes artistas y mantuvo su interés por el estudio del folklore.

 

Fiel a los reclamos del músico que siempre llevó dentro, quiso convertir a Caracas en el meridiano de América en el campo de esa manifestación creativa. El concepto evocaba los términos de una polémica desatada en sus años mozos por La Gaceta Literaria de Madrid entre escritores ubicados a ambos lados del Atlántico. Algunos de ellos llegarían a ser renombradas figuras de nuestras letras, como el joven Jorge Luis Borges, que suele colocarse por muchos en una vertiente opuesta a la del narrador cubano.

 

Para lograr ese propósito ecuménico y latinoamericanista, Carpentier empeñó su dominio de la materia, sus relaciones personales, su capacidad de convocatoria, su experiencia de organizador y su entrenamiento de hábil propagandista. Por ese motivo, los artículos de “Letra y Solfa” recogen la historia en proceso, desde la formulación de la idea original hasta los resultados de los dos concursos y festivales que tendrían por sede la capital venezolana. En ella, el boom petrolero ofrecía los recursos financieros indispensables, existía una orquesta sinfónica y estaba a punto de concluirse la construcción de un anfiteatro en Bellomonte dotado de los requisitos técnicos indispensables para la pulcra audición de los conciertos programados.

 

En crónica fechada en 1953, Carpentier da a conocer la idea original del proyecto. Para actuar, hay que empezar por soñar, afirmaba citando a Paul Claudel. En el entorno de un ambicioso festival, se invitaba los compositores latinoamericanos a participar en un concurso presidido por un jurado de alta calificación que incluía, entre otros, al musicólogo español exiliado en México, Adolfo Salazar; a Erich Kleiber, antaño director de la Filarmónica de La Habana, donde se refugió para escapar a la persecución nazi, que interrumpió una brillante carrera iniciada en Berlín; al compositor brasileño Villa-Lobos; al aventurero de la experimentación, Edgar Varese. Todos, hay que reconocerlo, eran amigos personales del autor de Los pasos perdidos, con vínculos que se remontaban a su estancia en París en los tiempos del surrealismo.

 

En época que hoy parece tan distante como los viajes en caballos de posta utilizados por los tres mosqueteros, la organización de un ambicioso concurso y festival de música latinoamericana implicó un año entero de preparación. Por correo iban llegando las partituras procedentes de distintos países, incluido el territorio caribeño de Puerto Rico. Centenares de fotocopias tuvieron que perseguir a los miembros del jurado, sujetos a compromisos artísticos que los mantenían en permanente movimiento entre Europa, los Estados Unidos y América Latina. Sin que mediara intercambio previo, cada uno enviaría su veredicto previo, en un ejercicio de ejemplar transparencia.

 

Los miembros de aquel prestigioso jurado itinerante enviaron el resultado de su análisis personal de las partituras en sobre sellado. La conclusión unánime reconocía el valor de autores de bien establecida trayectoria en tanto compositores y directores de orquesta: el argentino Juan José Castro y el mexicano Carlos Chávez.

 

Aparecía, sin embargo, un joven cubano hasta entonces desconocido. Julián Orbón había nacido en España. Se instaló en Cuba con sus padres. Tenía grabado en la memoria el espanto de la guerra civil. Los suyos establecieron en La Habana un conservatorio con buena acogida por parte de las familias que acostumbraban complementar la educación de sus hijas con el aprendizaje, casi siempre elemental, del piano. En ese ambiente musical había madurado Orbón, impregnado de la tradición de su país de origen y de una sensibilidad aguzada para descubrir las esencias melódicas de una Isla que adoptó como patria. Contaban sus amigos, Cintio Vitier y Fina García Marruz, que había sorprendido a sus contertulios, los poetas del grupo Orígenes al sentarse al piano y entonar versos de José Martí con el ritmo de la Guantanamera, difundida por el popular Joseíto Fernández. Años más tarde, después del triunfo de la Revolución Cubana, Pete Seeger haría suya, hasta el punto de beneficiarse de los correspondientes derechos de autor, una composición que se universalizó, devenida marca identitaria de la Cuba insurgente.

 

Portador de una extensa cultura musical y artística, lector insaciable de obras de variada temática, Orbón se había vinculado a los poetas agrupados en torno a José Lezama Lima y a la nueva hornada musical que seguía los pasos del maestro José Ardévol. Con los poetas mantuvo una amistad sin fisuras, a pesar del temprano exilio del músico, establecido primero en México, más tarde en Nueva York. A pesar de su talento, nunca supo valerse de las artimañas requeridas para convertirse en hombre de éxito.

 

En cambio, con sus colegas músicos la relación resultó más compleja. En contextos adversos al pleno desarrollo de la vida cultural, los grupos innovadores terminan por adquirir comportamientos típicos de toda secta de iluminados. Así ocurrió en cierta medida con los poetas del grupo origenista, seguidores de la palabra de Lezama, hasta que se produjera la fractura entre el autor de Muerte de Narciso y su mecenas, el ensayista José Rodríguez Feo, quien, con la colaboración de Virgilio Piñera, patrocinó la publicación de la desafiante revista Ciclón.

 

A pesar de la cohesión aparente de los integrantes de Renovación Musical, las contradicciones no tardaron en quebrar la unidad inicial. Los fundadores tomaron el control de Conservatorio de La Habana, donde desarrollaron una importante labor de difusión de la necesaria maestría en el oficio, al tiempo que diseñaban un pensamiento musical. Ardévol ejercía su influencia personal en Pro-Arte Musical y en el Patronato de la Orquesta Filarmónica, mientras el compositor Edgardo Martín ejercía funciones de crítico musical en el periódico Información, de amplísima circulación nacional. Muy amigo de Carpentier, compañero suyo en la aventura a través de la selva amazónica, Hilario González se distanció paulatinamente del grupo. Argeliers León mantuvo su fidelidad al maestro catalán, aunque dedicara buena parte de sus esfuerzos a la investigación folklórica. Gisela Hernández y Olga de Blanck, sin abandonar del todo la creación musical, se consagraron a la enseñanza de la música en el conservatorio Hubert de Blanck, abierto también al auspicio del teatro musical. El epistolario de José Ardévol, a pesar de la cuidadosa selección de su curadora y prologuista, Clara Díaz, publicado en La Habana en 2004, revela, en alguna medida, las contradicciones que amenazaban la unidad de Renovación Musical. Aislado por sus colegas, Orbón aparece como una suerte de talento hirsuto, carente de la disciplina y el rigor necesarios.

 

Estos antecedentes determinan que el premio concedido en Caracas al joven compositor estallara como una bomba entre los renovadores habaneros, que también habían enviado sus partituras en respuesta a la convocatoria emitida desde Venezuela por Alejo Carpentier, buen amigo de todos ellos, a quienes había dedicado el último capítulo de su ya clásico estudio sobre la música en Cuba. Tan violenta fue la reacción, que Edgardo Martín llegó a acusar al narrador cubano de haber interferido dolosamente, valido de su influencia personal en la decisión del jurado.

 

A pesar de tan amarga experiencia personal, Carpentier no se arredró y pudo organizar un segundo Festival, igualmente exitoso. Como suele suceder en experiencias de esta índole, los resultados sobrepasaron las expectativas originales. Demostraron que, contando con los recursos indispensables, la capacidad de convocatoria, la eficiencia en el plano de la organización y el oficio publicitario adquirido en menesteres mercantiles, podía afrontarse el desafío de romper la balcanización histórica que obstaculizó la visión integradora de la cultura latinoamericana. Carpentier colocó ese aprendizaje al servicio de la Revolución Cubana y, en particular, de la Casa de las Américas en sus años de despegue. La experiencia contribuyó también a renovar su perspectiva de análisis de la música del Continente.

 

(Continuará)

 

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