Los misterios de Carpentier. Apuntes biográficos 2

 Por Graziella Pogolotti

 

A los diecisiete años, el adolescente Carpentier entraba bruscamente en la vida bajo el impacto de traumas que acompañarían toda su existencia. De repente, había caído en la miseria absoluta. Carente de oficio y de relaciones personales, abandonado por el padre, tenía que procurar el mendrugo de pan para el sostén propio y el de su madre, obligada en esas dramáticas circunstancias a ganarse unos pocos centavos trabajando en un taller de costura. Crecido en el ambiente campestre de Loma de Tierra, La Habana resultaba un territorio desconocido.

 

El asma, con sus frecuentes crisis, lo condenó a la soledad y al aislamiento. El sufrimiento atroz, las noches sin término en el batallar por la captura de un poco de oxígeno, dejaron marca indeleble en su memoria. El recuerdo regresa una y otra vez en su escritura testimonial y en las señales autobiográficas identificables en su narrativa. Aparece en el Esteban de El siglo de las luces y en descripciones aún más pormenorizadas en las páginas de “El clan disperso”, una novela inédita e inconclusa. Las huellas de esas vivencias se manifiestan en la timidez a la que tuvo que sobreponerse para andar por el mundo.

 

Más complejas y ambivalentes en el plano psicológico fueron las relaciones con el padre. Hombre nacido en el siglo XIX, el arquitecto Carpentier debió considerar el autoritarismo como la forma natural de educar al hijo, físicamente debilucho por lo demás. Los negocios, la angustia provocada por la ruina inminente, lo distanciaron paulatinamente de la familia. Transcurrían días sin que regresara al hogar, donde el diálogo entre los esposos se iba agriando. Más cautelosa e interesada en el ascenso social, Catalina le reprochaba al marido la falta de previsión. Por lo que ha podido saberse hasta el momento, después de su partida hacia América Central, el arquitecto Carpentier cortó de manera definitiva los lazos que alguna vez lo unieron a su hijo. Tampoco parece haber tenido el menor contacto con sus familiares residentes en Francia.

 

Las Cartas a Toutouche, correspondencia sostenida por Alejo Carpentier con su madre desde París entre los años 28 y 37, revelan la violencia de su rencor respecto a un padre tiránico e indiferente. Despojada de matices, la agresividad encubre un sentimiento de frustración, la profundidad de una herida no cicatrizada por el transcurso del tiempo y por el apaciguamiento nacido del filtro bienhechor de la razón. Como el estallido abrupto de la lava de un volcán, la pasión subiste todavía al rojo vivo. Con el paso de los años, llegado a la edad madura, Alejo reconocerá en Recuento de moradas la deuda contraída con un progenitor que lo inició en la literatura y en la música. Para alcanzar el equilibrio y la reconciliación, habrá de atravesar la mitad del camino de la vida, porque todavía en “El clan disperso” la imagen paterna se define por la indiferencia y el irresponsable despilfarro de los bienes familiares.

 

 

(Continuará)

 

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